“Era el alcance de un sablazo, antes de tanta mariconada electrónica y tanto monitor de televisión”.
En el vestíbulo, bajo un cuadro de una carga de caballería, entre una orden manuscrita y enmarcada del estado mayor del Ejército francés –España, 1809– y un busto de bronce del Emperador, tengo un sable de coracero bruñido e impecable. Repartidos por la casa hay otros sables y espadas, entre ellos un tosco sable de abordaje, un elegante espadín de oficial de marina del siglo XVIII, algún florete, varios sables de caballería decimonónicos y una espada ropera del siglo XVII, con el famoso perrillo grabado en la hoja, que suelo empuñar cuando, metido en ambiente y con novela alatristesca entre manos, necesito imaginar determinadas sensaciones técnicas de mi amigo el capitán.
De todas esas armas blancas, mi favorita es el sable de coracero gabacho, quizá porque es lo menos socialmente correcto que he visto en mi vida: una pesada herramienta de matar, con guarda de bronce y hoja de
Pensé en ese sable el otro día, en París, durante mi visita obligada al bronce de don Miguel Ney, el bravo entre los bravos. Cada vez que estoy allí, paseo por el Luxemburgo y subo hasta
El sable. Quería contarles que Miguel Ney empuña un sable parecido al que tengo en el vestíbulo. Y contemplándolo el otro día, junto al Luxemburgo, me dije que armas como ésa fueron hechas para que las blandieran hombres como él, cuando la guerra no podía hacerse sino cara a cara, de cerca y por derecho, y en un campo de batalla. Cuando para matar había que acercarse al menos hasta noventa y cinco centímetros del otro, el alcance de un sablazo, y allí mirarlo a los ojos, ensuciándose de sangre propia y ajena, antes de tanta mariconada electrónica, tanto apretar botones y tanto monitor de televisión, ahora con todos los generales a salvo mientras el cabo Elmer Martínez y el soldado Mike Sánchez –los que andan por Iraq se llaman así, mientras que en Vietnam eran negros– cascan a punto para el telediario de las tres. Y en efecto: de vuelta al hotel en París, cuando encendí la tele, vi a unos soldados caminando por una calle junto a un vehículo, y de pronto desaparecer todo, calle, soldados, vehículo y gente que miraba, por un zambombazo anónimo dispuesto desde un coche trampa, mientras el que mataba sólo corría el riesgo de morirse de risa, supongo, con su mando a distancia y a medio kilómetro de allí. Y al rato, zapeando, me topé con otro vídeo, esta vez casero: cuatro fulanos encapuchados y un desgraciado sentado en el suelo –un chófer de camión, me parece–, las manos atadas a la espalda, listo para ser degollado a tiempo de aparecer en las ediciones de los periódicos al día siguiente si no se pagaba tal o cual rescate. Etcétera.
Y es que cada siglo tiene las guerras que le cuadran. Quién iba a imaginar que acabaríamos sintiendo nostalgia ante un sable.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 1 de enero de 2006 ( Cortesía de Kari )
3 comentarios:
El artículo estaba dedicado a todos los sablistas de la sala...que ya saben, que aunque tire a espada, para mí EL ARMA (con mayúsculas) siempre será el sable.
Besazos. ¡A ver a quien veo mañana en la pool & beer!
Después de comentar lo del artículo del sable educativo, ya suponía que nuestra delegada griega no tardaría en replicar con este buen artículo que en su momento ya me recomendó.
Como dijo Napoleón (creo) "En el amor, como en la guerra, para terminar es necesario verse de cerca". O algo así.
Si al final va a resultar que la diferencia entre el amor y la guerra va a ser una cuestión de centímetros...jajaja!
Es broma. Coyotito ¿te veo mañana?
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